Aquí se encara el estudio de un mal que siempre ha sido considerado, con razón, el mal de males: La Ceguera. De todas aquellas penurias que pueda padecer el ser humano, la ceguera es el símbolo de una privación extrema, intolerable, cruel.
Es unánime el sentimiento de que el ciego es alguien muy desafortunado. Hay que reconocer, sin embargo, que en este tiempo se abre camino otra actitud que apunta no solo a superar las causas de la ceguera mediante asombrosos avances tecnológicos, sino también a promover en aquellos que deben sobrellevar la enfermedad una actitud positiva ante su situación y ante la vida en general.
Llevada a extremos indebidos, esta actitud podría convertirse en autosugestión, en autoengaño. Pero en su justa medida implica tomar la realidad tal como es, con sus luces y sus sombras, extrayendo de ella a partir de allí lo mejor de sus posibilidades efectivas.
Todos los enfermos y discapacitados tienen por delante una nueva vida si, en vez de convertirse en objeto de lamentos propios y ajenos, enumeran el haz de posibilidades que aún quedan en sus manos: un mundo auditivo, sensible, espiritual, físico de extraordinarias proporciones.
Para ello es toda la actitud ante la vida que debe cambiar. Nuestra inercia cultural nos impulsa a exigir de la vida lo que ella no nos puede dar; salud perfecta, inmortalidad, ausencia total de preocupaciones. Si esta es nuestra expectativa o exigencia, cualquier descenso de ese máximo de 100 puntos es vivido como una privación. La vida puede ser interpretada, en cambio, como un don maravilloso cuya valía reside en cada instante.
Vale la pena vivir siquiera para contemplar este atardecer, sentir esta voz amada, para oír esta música, para participar de este evento. Esto solo justifica la vida, porque la vida, todo lo que ella trae, es un don. La gratitud ante el don consiste en gozarlo al máximo, aceptando sus posibilidades. En respirar este aire a fondo, en oír, ver, sentir, hablar, pensar, amar, hasta donde se pueda o lo permita nuestra naturaleza.
El tiempo que vale en este intento, es el tiempo presente. Vivir es vivir ahora. No ayer, en ese ayer que trae recuerdos dulces o amargos. No mañana, en ese futuro que excita el temor o la ambición. No; vivir es agradecer el instante y serlo enteramente. Desde esta filosofía es posible imaginar una estrategia para la enfermedad. Es posible hallar un sentido a la muerte: ella es, simplemente, la frontera del don que, por darse a criaturas, es necesariamente limitado. La muerte es el límite que obliga a maximizar la vida.